Ocho de la tarde. Mesa central en el bar. Espadas se cruzan con bastos y con oros se paga el brindis de las copas. Es la final del campeonato de tute más prestigioso de la comarca y parte del extranjero, entre cuatro hombres y dos parejas que se hacen uno con las cartas. Todos los vecinos absorben ribeiro y cerveza, con la vista puesta en el tapete y los labios sellados, escrupuloso silencio en este templo del azar. Se baraja y se corta, pintan espadas. Se abre un telón de cuarenta naipes, diez por barba, y el juego comienza.
Benito mira a su compañero, Luis, el Feo. Son la pareja tranquila, los jugadores impasibles que ganan sin aspavientos y sin seguridad en sí mismos. Como un buen escolta en baloncesto, son regulares y estables, pero dan poco espectáculo. En frente, tienen a Aurelio, el de la panadería, y a Tomás, el concejal de obras públicas, que han quedado campeones en ocho de los últimos diez torneos.
Hay pocas posibilidades de hacer algo esa tarde. Benito abre su mano y ve que los triunfos le huyen y la tos de Luis le hace entender que sus cartas no son mejores. Parece que en esta ronda no queda otra que agachar las orejas. Lejos del barullo del local, empieza a sumar en su cabeza, barajar combinaciones, planear estadísticas. Como distraído, deja caer la sota de bastos sabiendo que el rey puede hacerle ganar la próxima baza… números, balances, posibilidades. Ahora está en su salsa.
Benito adora los cálculos. Las ecuaciones, integrales y derivadas siempre responden según lo esperado, si uno sabe que fórmulas usar, justo al contrario que la gente. Ya de pequeño llevaba las cuentas de la sastrería de sus padres y de mozo, en los andamios, se divertía calculando cuantos ladrillos harían falta para levantar un muro, o cuantos metros cúbicos de cemento cabían en la hormigonera. Siempre le dijeron que tenía que haber estudiado para ingeniero, profesión que para su madre era el epítome de la sabiduría técnica y moral. Él, en realidad, hubiera querido ser matemático, pero se casó joven, tuvo a su primer hijo muy pronto y con el saber de las Universidades no se puede comprar leche en polvo para la familia de uno.
Tomás juega como si estuviera dando un mitin. Se luce, grita, aporrea la mesa con cada triunfo. A Benito le parece absurda la actitud de su cuñado, si lleva todos los ases en la mano, ganar no tiene mérito ninguno así que ¿por qué celebrarlo? Nunca ha sido capaz de entender a ese hombre, expansivo, admirable. Nunca ha podido prever sus actuaciones como hace con las cuentas de gastos. En el fondo, eso le molesta, pero… ¿Quién es él para opinar, mientras haga feliz a su hermana? Ella, que acabó siendo la lista de la familia, que estudió y ahora es maestra de escuela, se merece que haga el pequeño sacrificio de llevarse bien con su marido.
Desde que se hizo mayor para saltar andamios, Benito trabaja en la oficina de la constructora que le dio trabajo durante toda la vida, como contable, claro, comiendo números y datos en su vida entre libretas y calculadoras. Tomás Guijuelo S.L., la empresa de su cuñado, depende en buena medida de que Benito haga bien su papel. Y lo hace, vaya que sí. En las cuentas que él teje nadie podría distinguir esos desvíos de fondos del Ayuntamiento tan… poco legales. Al fin y al cabo, todo queda en familia.
Benito sabe que, gane o pierda, tendrá que aguantar pullas de Tomás en la oficina durante toda la semana, pero le da igual. No juega por el placer de ganar, sino para poner a prueba su capacidad de memoria y predicción. Por ejemplo, en cuanto coge la segunda mano de cartas (otra vez pintan espadas), sabe que esta vez Luis y él no tienen forma de impedir que sus rivales sumen dos tantos. Construye su teoría a base de números y datos, mientras lanza naipes, distraído, sin poder quitarse la preocupación de la cabeza…
El otro día ayudaba a su nieto, Benito, como él, a hacer los deberes de matemáticas. En cuanto acabaron las cuentas de trigonometría, el chaval le pidió una explicación de física. “Abuelo, no entiendo la fórmula de Newton”. Cuando fue a consultar el teorema de la gravitación universal al libro de texto, con una sonrisa condescendiente en los labios, de dio cuenta de que él tampoco entendía nada. Las letras estaban ahí, y los números, formando los párrafos de una explicación para críos de 15 años y él no era capaz de encontrarles sentido. Los leyó dos, siete, veinte veces y era como intentar encontrarle sentido a las formas de las nubes en el cielo. Todas las explicaciones que improvisaba tenían más que ver con su propia imaginación que con lo que pusiera en el texto.
Tira su última carta, un triste cinco de copas. Encerrado en su jaula de conocimientos antiguos y categorías trilladas, ha olvidado como hacerle sitio a otras cosas, está viejo y oxidado desde el día en que dejó de interesarse por aquello que no sabía. Inmóvil, como una mosca en una telaraña, termina de contar los tantos y ve que Luis y él ya pierden la partida por tres a cero.
2 comentarios:
Partida emocionante.
Gracias, acedre, xa hai uns mesiños que miro o teu blog, (aínda que non comento) e é unha honra verte por aquí.
A partida seguirá, un día de estes.
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