Sentada frente a la ventana, en su silla de ruedas, filtraba la vida en un embudo mental. Vio pasar a un chico que le recordó a su marido, de joven, y acarició su alianza. Su amor había muerto poco después de que ella cumpliese 78 años, hacía ya... ¿seis años? ¿diez? Últimamente nunca lograba recordar cuantas vueltas había dado la Tierra alrededor del Sol desde que ella se había sumado al viaje.
En nuestra sociedad, limpita, suave y políticamente correcta, la muerte es algo muy lejano, algo que dan por la tele. Algo que les ocurre a los familiares y que los convierte en muñecos maquillados tras la vitrina de un velatorio.
Sentada frente a la ventana, en su silla de ruedas, quiso cambiar de postura una pierna que se le estaba durmiendo. Tardó diez minutos en conseguirlo, encadenada a una torpeza que crecía año tras año y contra la que nunca había tenido voluntad para luchar. Recordó cuando corría detrás de sus nietos por la plaza del mercado y suspiró sin ganas. El pequeño, que trabajaba fuera de la ciudad (nunca recordaba en qué) vendría a verla el sábado. Siempre venía los sábados... o los domingos, no estaba segura. Sólo faltaban dos días ¿o tres? ¿siete? Y hoy ¿que día es?
El ciudadano medio casi no tiene posibilidades de ver la muerte de cerca. Por estadística, tal vez se la encuentre, directa y salvaje, en la cuneta de una autovía, o en un accidente laboral. Pero el principal refugio de la parca en nuestro entorno cotidiano está el rostro de los ancianos que han perdido la batalla contra los achaques.
Sentada frenta a la ventana, en su silla de ruedas, oyó como se abría la puerta ¿Sería su nieto mayor? Siempre venía a comer entre semana ¿Era ya hora de comer? Sería muy guapo, como su abuelo, si se cortase el pelo, que no tiene edad para esas melenas... aunque siempre que lo miraba, el niño al que vigilaba hace años le parecía más real que aquel hombre de treinta y tantos que le contaba chistes que ella no era capaz de entender.
No es bonito ver como alguien que te ha cuidado cuando eras lo suficientemente joven para crerte inmortal decae hasta convertirse en una sombra borrosa, hasta volverse un extraño incapaz de mantener sus pensamientos en el presente.
Sentada frente a la ventana, en su silla de ruedas, vio llegar a su hija (¡qué buena es, cuánto la cuida!) con una mujer desconocida. ¿Era su nuera? No, recordó, era la trabajadora social que venía todas las mañanas (¿O todas las noches? ¿Es ya de noche?). La movieron del sitio y la llevaron al baño. Allí, la levantaron en brazos para meterla en la ducha (¡como dolían esos agarrones!). Un repentino mal olor le recordó que hacía tres horas (¿o cinco?) que se había cagado encima.
Hoy la gente vive muchos más años de los que nuestro cuerpo está diseñado para aguantar. Es un gran logro médico que tiene su precio. Nuestros últimos años son más un lento morir que una verdadera vida.
Tumbada en la cama, mientras le ponían un nuevo pañal, pensó en voz alta: “Mejor morir”. Nunca antes se le había ocurrido esa idea, y no sabía cuanto tardaría en olvidársele.
En nuestra sociedad, limpita, suave y políticamente correcta, la muerte es algo muy lejano, algo que dan por la tele. Algo que les ocurre a los familiares y que los convierte en muñecos maquillados tras la vitrina de un velatorio.
Sentada frente a la ventana, en su silla de ruedas, quiso cambiar de postura una pierna que se le estaba durmiendo. Tardó diez minutos en conseguirlo, encadenada a una torpeza que crecía año tras año y contra la que nunca había tenido voluntad para luchar. Recordó cuando corría detrás de sus nietos por la plaza del mercado y suspiró sin ganas. El pequeño, que trabajaba fuera de la ciudad (nunca recordaba en qué) vendría a verla el sábado. Siempre venía los sábados... o los domingos, no estaba segura. Sólo faltaban dos días ¿o tres? ¿siete? Y hoy ¿que día es?
El ciudadano medio casi no tiene posibilidades de ver la muerte de cerca. Por estadística, tal vez se la encuentre, directa y salvaje, en la cuneta de una autovía, o en un accidente laboral. Pero el principal refugio de la parca en nuestro entorno cotidiano está el rostro de los ancianos que han perdido la batalla contra los achaques.
Sentada frenta a la ventana, en su silla de ruedas, oyó como se abría la puerta ¿Sería su nieto mayor? Siempre venía a comer entre semana ¿Era ya hora de comer? Sería muy guapo, como su abuelo, si se cortase el pelo, que no tiene edad para esas melenas... aunque siempre que lo miraba, el niño al que vigilaba hace años le parecía más real que aquel hombre de treinta y tantos que le contaba chistes que ella no era capaz de entender.
No es bonito ver como alguien que te ha cuidado cuando eras lo suficientemente joven para crerte inmortal decae hasta convertirse en una sombra borrosa, hasta volverse un extraño incapaz de mantener sus pensamientos en el presente.
Sentada frente a la ventana, en su silla de ruedas, vio llegar a su hija (¡qué buena es, cuánto la cuida!) con una mujer desconocida. ¿Era su nuera? No, recordó, era la trabajadora social que venía todas las mañanas (¿O todas las noches? ¿Es ya de noche?). La movieron del sitio y la llevaron al baño. Allí, la levantaron en brazos para meterla en la ducha (¡como dolían esos agarrones!). Un repentino mal olor le recordó que hacía tres horas (¿o cinco?) que se había cagado encima.
Hoy la gente vive muchos más años de los que nuestro cuerpo está diseñado para aguantar. Es un gran logro médico que tiene su precio. Nuestros últimos años son más un lento morir que una verdadera vida.
Tumbada en la cama, mientras le ponían un nuevo pañal, pensó en voz alta: “Mejor morir”. Nunca antes se le había ocurrido esa idea, y no sabía cuanto tardaría en olvidársele.