26.10.09

Estrategia en tiempo real


Imaginemos un bar normalito en el que hay tres camareros mirando al techo tras la barra, donde un único señor calvo se toma un café e intenta entender la información sobre el concurso eólico en La Goz de Valicia, mientras, un único mozo más sólo que los fabricantes de gomina desde que perdieron a Feijóo como cliente se afana en servir las diez mesas ocupadas del local.

Concibamos a ese vecino pesado que puede debatir horas y horas sobre los errores tácticos de Caparrós, pero que luego cuando le toca repartir los asientos en la boda de su hijo mediano, se atora y acaba por sentar al primo borracho exhibicionista con la tía abuela inglesa meapilas, y al cuñado neurótico de la limpieza en la mesa de los niños.

Dibujemos a un jefe de oficina, que entra por la mañana con la mesa llena de informes atrasados sobre marketing, y se los encarga al primer currito que pilla, que justo es al que se le da bien la contabilidad. Cuando llega el de marketing, algo tarde, le pide que le haga unas facturas para ese cliente nuevo, que acaba de encontrar en el cajón debajo de sus bollitos. Peeero, luego viene el amo del castillo haciendo aspavientos y pidiendo ur-gen-te-men-te, ur-gen-te-men-te, que le hagan un estudio de-ta-lla-do, de-ta-lla-do sobre oportunidades de negocio en Indonesia. Así que el jefe de oficina se pone nervioso, tira el café y le encarga al de marketing y al contable que se lean todo lo que viene en la Wikipedia sobre Indonesia, y deriva sus trabajos anteriores a la mesa del experto en comercio exterior, que lleva toda la mañana –y todo el año– haciendo fotocopias de albaranes.

Pensemos en ese aprendiz de autónomo que abre un bar en una calle en la que ya hay diez bares, y pone las cañas más caras, o el concejal de tráfico que manda pintar los nuevos pasos de cebra por donde es más incómodo cruzar, o ese empresario que gasta todos los beneficios de su negocio en decoración y hedonismo, y luego tiene que cerrarlo cuando vienen malas.

Todos ellos tienen una cosa en común. ¿Memez? ¿Nula capacidad de observación? ¿Alergia al análisis lógico? ¿Pertenencia al filo de los cordados? Bien, digamos que tienen una cosa en común que me interesa a mí para este artículo. Que no son frikis, y seguramente nunca han jugado a nada más complejo que el tute.

Los videojuegos y los juegos de mesa, los buenos, sirven para aprender algunas cosas mientras se mata el rato con ellos, como la optimización de recursos o la planificación de estrategias, que no son del todo inútiles en la vida diaria.

Si el dueño del bar hubiera jugado al Starcraft, sabría que tener tres curreles para el gas y uno para el mineral, cuando sólo gastas mineral, es una locura. Si el vecino pesado hubiera probado algo semejante al Warhammer, tendría menos problemas para distribuir tropas. En el caso de que el jefe de oficinas le hubiera dado un poquillo al Civilization –o al Free Civ– sería consciente de que las Falanges son para defender y los Arqueros para atacar. Trasteando un poco con la saga Caesar, el autónomo se hubiera enterado de dónde colocar sus edificios para que sean productivos y con unas buenas partidas de Settlers, el concejal sabría trazar caminos cortos. Oh, y si el empresario se hubiese sentado ante un Catán, habría aprendido por las malas a gestionar recursos.

Tal y como dicta la sabiduría popular, los frikis tienen muchas carencias sociales, estéticas y estructurales, pero lo cortés no quita lo valiente. Vamos, que si me dejaran a mí, ponía como asignaturas obligatorias en el bachillerato el Puerto Rico y el Total War, para asegurar de que la gente que salga de allí sepa organizarse un poquito.

P.D.- No, no tengo nada contra el tute, al contrario. Pero es un juego de suerte y memoria, cosas que también son útiles en la vida, pero sirven de poco en los casos anteriores.

1 comentario:

Forragaitas dijo...

La entrada sobre la estética del profeta es sublime,compañeiro.