Para aprovechar mis nunca lo bastante largas vacaciones, he pasado el último fin de semana en tierras astures, en Gijón, mayormente. Podría decirse que es la ciudad natal de Jovellanos, la tierra por la que triscaba don Pelayo, la sombra de uno de los mayores enclaves siderúrgicos de España o una villa con mar y playa, pero daría lo mismo estar callado.
No nos hemos conocido mucho, Gijón y yo, fue más bien un escarceo, pero por lo que hemos hablado, he podido ver que es una ciudad con el orgullo en forma. No será la más rica de la región, ni la más bonita ni la más premiada, pero todo eso le importa un bledo. Los edificios de ladrillo sin pintar, a la vista de todos como una bandera de dignidad proletaria, y las casas de colores estridentes no ganarán nunca una mención de la UNESCO, pero se elevan con la seguridad de quién sabe cuál es su sitio y no se avergüenza de ello.
En los atontolinados ojos de un turista, en Gijón es agradable lo que en cualquier otro sitio resultaría espantoso, gracias a sus grandes construcciones, anchas avenidas, limpieza civil y aire de viejo minero que no ha sabido aburguesarse con los años. Por eso cuelgan banderines de Lenin en las sidrerías, bajo la camiseta del Sporting y, oye les queda bien.
Tienen a Izquierda Unida en el Ayuntamiento (con el PSOE de socio) y una alcaldesa de reputación ambigüa. Hay un Parque de Carlos Marx al que llaman Parque Asturias y una escultura de Chillida a la que llaman el Cagadero de King Kong. Y además, andas dos pasos y encuentras playas urbanas. Es más que de sobra para agradarme.
Los bares van de lo más pijo a lo más gafapasta, para todos los gustos, pero no para todos los bolsillos. La estética de la decadencia que se gasta la ciudad no ha afectado aún a los salarios de sus habitantes, algo malo tenía que tener. Eso sí, si te tiras el moco, puedes conseguir que las nativas te inviten a chupitos.
En Oviedo también estuve, pero sólo unas horas y con resaca de sidra, así que me fijé poco. Sólo puedo decir que está muy emperifollada y que ha ganado el premio Escoba de Platino, sea eso lo que sea.
Y, por último, una curiosidad. Si en Asturias dices “soy gallego”, te preguntarán a cuanto llevas el gramo y no se puede solucionar el malentendido sin explicar que las bateas no son patrimonio comunitario. Los estereotipos le dan la razón al amigo Nadador.
No nos hemos conocido mucho, Gijón y yo, fue más bien un escarceo, pero por lo que hemos hablado, he podido ver que es una ciudad con el orgullo en forma. No será la más rica de la región, ni la más bonita ni la más premiada, pero todo eso le importa un bledo. Los edificios de ladrillo sin pintar, a la vista de todos como una bandera de dignidad proletaria, y las casas de colores estridentes no ganarán nunca una mención de la UNESCO, pero se elevan con la seguridad de quién sabe cuál es su sitio y no se avergüenza de ello.
En los atontolinados ojos de un turista, en Gijón es agradable lo que en cualquier otro sitio resultaría espantoso, gracias a sus grandes construcciones, anchas avenidas, limpieza civil y aire de viejo minero que no ha sabido aburguesarse con los años. Por eso cuelgan banderines de Lenin en las sidrerías, bajo la camiseta del Sporting y, oye les queda bien.
Tienen a Izquierda Unida en el Ayuntamiento (con el PSOE de socio) y una alcaldesa de reputación ambigüa. Hay un Parque de Carlos Marx al que llaman Parque Asturias y una escultura de Chillida a la que llaman el Cagadero de King Kong. Y además, andas dos pasos y encuentras playas urbanas. Es más que de sobra para agradarme.
Los bares van de lo más pijo a lo más gafapasta, para todos los gustos, pero no para todos los bolsillos. La estética de la decadencia que se gasta la ciudad no ha afectado aún a los salarios de sus habitantes, algo malo tenía que tener. Eso sí, si te tiras el moco, puedes conseguir que las nativas te inviten a chupitos.
En Oviedo también estuve, pero sólo unas horas y con resaca de sidra, así que me fijé poco. Sólo puedo decir que está muy emperifollada y que ha ganado el premio Escoba de Platino, sea eso lo que sea.
Y, por último, una curiosidad. Si en Asturias dices “soy gallego”, te preguntarán a cuanto llevas el gramo y no se puede solucionar el malentendido sin explicar que las bateas no son patrimonio comunitario. Los estereotipos le dan la razón al amigo Nadador.
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