El 2005 tuvo un segundo de más. A falta de una solución mejor, lo añadieron al final de año, pero nuestros relojes lo fueron perdiendo poco a poco, durante los 12 meses y junto a todos esos instantes no medidos que llegarán a ser el 29 de febrero de 2008. Nuestro sistema de contar el tiempo no cuadra con la traslación de la Tierra, que es un poco macarra, como todos los fenómenos naturales. Ningún día tiene 24 horas, pero nos da lo mismo y campamos tan contentos, como tal que no os enteramos. Pues hacemos mal.
¿Donde va a parar ese tiempo que vivimos, pero que no medimos? ¿Quién lo vigila y lo guarda? Puede ser que la ONU se lo haya condecido a los hombres grises de Momo a cambio de un armisticio. Tal vez sean los ángulos del río temporal en los que viven los perros de Tíndalos. O los espacios muertos por los que se mueve Lacuna, la presentadora del reality show de Xtatix. Los científicos no tienen ni idea, pero disimulan al igual que hacemos el resto. Sin embargo, las últimas teorías (mías) sostienen que esos son los instantes en los que se nos ocurren las mayores gilipolleces de nuestra vida y por eso nos da vergüenza contarlos.
En esos segundos anónimos sería cuando a millones de americanos se les ocurre votar a Bush, a ti intentar coger un plato de la última estantería sin subirte a nada, a Hugh Grant contratar a una prostituta negra o a Ángel Acebes decir que la línea de investigación prioritaria es ETA.
Basta ya, por favor. Asumamos nuestro tiempo de vida. Asumamos que todos somos un poco gilipollas.
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